sábado, 20 de marzo de 2010

Tópicos de Montesquieu


CARTA LXXVIII
RICA á USBEK, á ......

Te envío copia de una carta escrita por un Frances que se halla en España y creo que gustarás de verla.
"Seis meses hace que viajo por España y Portugal, y vivo en pueblos que desprecian a todos los demás, haciendo únicamente a los franceses la honra de aborrecerlos.
Es la gravedad el carácter de dos modos principalmente, por los anteojos y los bigotes. Los anteojos son prueba demostrativa de que el que los gasta es sujeto consumado en las ciencias y se ha engolfado en profundos estudios tanto que se le ha cansado la vista; de suerte que toda nariz oranada o cargada de anteojos se reputa, sin contradicción una nariz doctísima. El bigote es respetable por sí propio y no respecto a sus consecuencias, puesto que no pocas veces acarrea mucha utilidad al servicio del príncipe, y en provecho de la nación, como lo mostró un célebre general portugués en la India, que encontrándose falto de dinero, se cortó uno de sus bigotes y envió a pedir veinte mil doblones sobre esta prenda a los vecinos de Goa, que inmediatamente se los prestaron, y luego desempeñó honradamente su bigote. Bien se echa de ver que unos pueblos tan flemáticos y graves como estos han de ser altivos, y efectivamente lo son, fundando su arrogancia en dos cosas de no poca entidad. Los que viven en el continente de España y Portugal tienen mucha vanidad, cuando son lo que llaman cristianos rancios; esto es, cuando no son oriundos de aquellos a aquienes ha persuadido la inquisición en los postreros siglos a que abracen la religión cristiana. Los que viven en Indias no tienen menos arrogancia cuando contemplan que les asiste el mérito sublime de ser, como dicen, hombres de casta blanca. Nunca hubo en el Serrallo del Gran Señor sultana más ufana con su hermosura, que lo está el ximio más viejo y más feo con la blancura de su cutis color de aceituna, cuando en un pueblo de la Nueva España se sienta con sus manos cruzadas a la puerta de la calle: sujeto de tamaña importancia, criatura tan perfecta no trabajará por todos los tesoros del orbe, ni se resolverá nunca a comprometer con una soez y mecánica industria la dignidad y la nobleza de su cutis. Porque se ha de saber que cuando goza una cierta prerogativa en España, por ejemplo cuando con las prendas que acabo de circunstanciar junta la de ser poseedor de una espada ancha, o haber aprendido de su padre la habilidad de rascar una disonante vihuela, ya no trabaja, interesándose su pundonor en el sosiego de sus miembros. Quien se está sentado diez horas al día consigue cabalmente doble aprecio que quien no lo está más que cinco, porque se grangea la nobleza repantigándose en una silla. Mas si bien hace alarde todos estos enemigos del trabajo de una tranquilidad filosófica, no la tienen en el pecho, porque siempre están enamorados, y son los hombres más dispuestos que hay en el mundo a morirse de puro derretidos bajo las rejas de sus damas, de manera que todo español que no está acatarrado no es tenido por aficionado al bello sexo. Primero son devotos, y después celosos. Se guardarán muy bien de exponer a sus mujeres a los embates de un militar acribillado de heridas, o de un magistrado decrépito; pero las encerrarán con un fervoroso novicio que baje los ojos, o con un franciscano robusto que los levante. Permiten que salgan sus mujeres a la calle con los pechos al aire, pero no que enseñen el talón, o que descubran la punta del pie. Dicen que en todas partes son crueles los rigores del amor, pero en España lo son más que en cualquier otra. Las mujeres sanan a los españoles de sus quebrantos, pero es para darles otros, y muchas veces les queda una penosa y duradera memoria de un apasión ya muerta. Usan de ciertas ceremonias corteses que parecerían muy impertinentes en Francia: así nunca apalea un capitán a un soldado, sin pedir que le de licencia, ni quema la inquisición a un judío, sin rogarle que la perdone. Los españoles que no son quemados son tan adictos a la inquisición que fuera cargo de conciencia el quitársela. Yo quisiera que estableciesen otra, no contra los herejes, sino contra los heresiarcas que atribuyen a frívolas ceremonias fraileras las propia eficacia que a los sierte sacramentos, adoran todo cuanto veneran, y es tanta su devoción que no tienen cristiandad. Entendimiento claro y sana razón se encuentra en los españoles, más no se busque en sus libros. Vease una de sus bibliotecas; novelas a un lado, y escolásticos a otro; cualquiera diría que han hecho ambas partes y reunido el todo un enemigo secreto de la razón humana. El único buen libro que tienen es el que ha hecho ver lo ridículo que eran todos los demás. Han hecho inmensos descubrimientos en el nuevo mundo, y aun no conocen su propio continente; en sus ríos hay puentes que todavía no están descubiertos, y en sus montañas pueblos que no conocen."
Mucho celebraría, Usbek, de ver una carta escrita a Madrid, por un español que viajase por la Francia, que bien creo que vengaría su nación. ¡Que campo tan vasto para un sujeto flemático y contemplativo! Se me figura que empezaría la descripción de París del modo siguiente. "Aquí hay una casa donde encierran a los locos: era de presumir que fuese la más espaciosa del pueblo; más no, que sería mezquino remedio para tanta enfermedad. Sin duda los franceses que están reputados por tan de poco seso entre sus vecinos meten algunos locos en una casa, para que crean que están en su juicio los que viven fuera." Pero dejemos a mi español. Adios, amado Usbek.

De París, a 17 de la luna Safar, 1715.


Montesquieu, Cartas Persas, 1717.

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